Revista Otra Parte
Por Marcelo D. Díaz
La poética de La pura luz pone de manifiesto el carácter problemático y la complejidad de la memoria subjetiva. El punto de partida es la infancia: “Tengo ocho años, tal vez nueve; / como en los versos de Dalton / lloro por las noches. / La lágrima, como un don que nace, /que no puede evitarse, /un estado del llanto”. La escritura encuentra su límite en la voz de la niñez y la lengua se convierte en un continuo balbuceo intraducible que demanda ser escuchado.
Es un texto en que una mirada objetiva y distante sobre la realidad convive con una voz íntima: “Estruja la pollera como un paño: / (mamá me está mirando /sentada en un pasillo). / Hospital de provincia, / el aire es claro; / hay un sol que desborda las ventanas. / Una bandada de jilgueros cruza / el paisaje lunar de las pantallas”. Para Bentivegna, hay instancias que se podrían representar como el encuentro con grietas que —al igual que en los poemas de Hospital Británico, de Héctor Viel Temperley— tienen su correlato en la enfermedad. La poesía en este caso es una cartografía borrosa del mundo, el diario de un viaje interior atravesado por las luces intermitentes de los electrodos en un hospital de provincia.
La percepción enrarecida del propio padecimiento, como si el cuerpo estuviese separado por completo de la voz, aparece de manera recurrente: “soy solamente alguien / —un tallo, una paloma— / que tiene la cabeza / llena de electrodos”. Aquí es el cerebro el centro de gravedad que define la órbita de la escritura: “Dejar tan solo una huella seca, / el cráneo con su círculo brilloso. / Reducirme a esa bola dura y refractaria / donde la luz golpea como un viento”. El epígrafe de la serie de poemas retoma unas líneas de Wikipedia sobre la actividad cerebral, una definición de la electroencefalografía: “es una actividad neurofisiológica que se basa / en el registro de la actividad bioeléctrica cerebral / en condiciones basales de reposo, en vigilia o sueño, y durante diversas activaciones (habitualmente / hipernea y estimulación luminosa intermitente)”. La luz cobra materialidad y consistencia física, el registro lírico se confunde con el tono de un informe médico y, al modo de la luz, la voz del poeta se refracta en voces superpuestas y de diferentes tonalidades reunidas en una lengua singular.
No sólo se trata de una lírica hospitalaria, un testimonio de las dolencias psíquicas. Los pasillos de la clínica son reemplazados por escenas a campo abierto que, sin ser escenarios bucólicos, nos sitúan en una tierra lejos de las luces artificiales del sanatorio, donde podemos respirar plenamente y el estado original del llanto desaparece en un clima serrano: “Cruzamos los terrenos. / Es la caza de las flores, de las piedras / con mica, de los nidos abandonados. / En el campo juntamos panaderos, / dentro de ellos viven estrellas. / Apenas los soplamos se desarman: / se vuelven, en un segundo, de aire”. Si la mirada de Bentivegna se desplaza del paisaje urbano al de las sierras, su trabajo con el lenguaje ordena presente y pasado en un mismo plano donde la memoria se reescribe una y otra vez en un juego de contrastes.
Diego Bentivegna, La pura luz, Cabiria, 2015, 70 págs.
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