Por Enrique Butti
Borges, de Adolfo Bioy Casares, al cuidado de Daniel
Martino, proviene de los diarios que Bioy Casares llevaba desde 1947. El
material fue corregido y aceptado por su autor, y publicado tras su muerte, en
una primera edición de 2006, que constaba de 1.663 páginas. Actualmente sólo se
consigue en librerías una edición minor, notablemente reducida.
El registro del libro es y no es documental, sin duda no una
transcripción magnetofónica ni taquigráfica. En referencia a la Vida de Johnson
que tanto Bioy (que había preparado una edición anotada de ese libro) como
Borges admiraban, y que claramente signa la estirpe a la que pertenece el
Borges, leemos en la entrada del miércoles 18 de mayo de 1960: “Es claro que Boswell
sí habrá corregido; habrá mejorado y estilizado los dichos y los episodios.
Hizo bien”. El mejor Bioy Casares (el de Dormir al sol, el que ostenta un
admirable registro inventivo del habla de las distintas clases sociales
bonaerenses) está en el Borges, en esas correcciones.
El libro despertó descrédito, inquina y ninguneo por gran
parte de nuestra intelligentsia literaria. La animadversión se entiende en los
casos de María Kodama, de algún sobreviviente lurpeado o de algunos sucesores
del ejército de literatos tomados en solfa; la más inaceptable es la de quienes
acusan a Bioy de impiedad al retratar las debilidades de su modelo, guía y
personaje principal del libro.
Bioy abunda en detalles sobre el envejecimiento de Borges,
sobre su grotesco padecer los enamoramientos, su dependencia de los otros, su
concebir sucio al sexo... (“5/6/1959. Come en casa Borges. No deja de poner la
contera del bastón sobre las sábanas de mi cama. Ni de orinar mi baño”. Y así,
como un obseso, registra la falta de puntería de Borges al orinar, hasta optar
finalmente por desviarlo a un baño “que nadie usa”. Un día lo increpa: “¿Qué
hacés?”, al verlo hurgarse “con las manos, por detrás, pantalones adentro”. O
anota su insistencia en dejar mal los cubiertos o sacarse la dentadura en la
sobremesa; en la playa lo empuja al verlo con una remera y “al aire el
promontorio oscuro de testículos y pene”...). Para salvar o atenuar esa
descortés impiedad basta advertir que Bioy es en primer lugar desalmado con su
esposa y consigo mismo. No tiene rémoras en mostrarse cínico, pérfido,
maniático, esnob, en sentir culpa y cavilar propósitos de enmienda.
Presumo que como yo muchos de los lectores de este libro
desconocerán gran parte de los literatos apelados, vivientes en los años que
comprende el diario (de 1931 a 1989). De manera que es sólo a través de los
datos, anécdotas y chismes que presenta Bioy que se entra en conocimiento de
ellos, exactamente como en los personajes de una novela. Que estamos en una
suerte de novela lo entendemos cuando llegamos a las últimas páginas y
asistimos al derrumbe progresivo de la complicidad y la confianza, cuando por
ausencia evaluamos en la añoranza cuánto había sido feliz esa amistad, cuánto
amorosa fue esa amistad que ya no está, y qué triste resulta el fin de
cualquier amor, y esos golpes finales, las últimas llamadas telefónicas, la
noticia de la muerte de Borges que el narrador recibe de la boca de un
“individuo joven, con cara de pájaro” en un kiosco de diarios y revistas.
Un personaje despreciado puede ser el desencadenante de una
sesuda consideración ética o metafísica; un personaje marginal puede ser el
puntapié para un episodio que se vuelve central. De Susana Bombal, a quien
Borges le dedicó más de un poema, la autora chilena de “La amortajada” —“a
quien sus amigas (quienes la conocen) llaman Susana Abombada”, recurrente como
comodín en gaffes varias—, anota el domingo 7 de julio de 1957:
Borges cuenta que Susana Bombal, en un alarde de erudición,
le habló de Emilia Pardo de Bazán. También que le refirió lo siguiente: En
Londres, una madre y su hijo suben a un ómnibus. Como está muy lleno, se
separan; el niño queda junto a dos monjas. La madre advierte que el niño
conversa animadamente con ellas; cuando llegan adonde tienen que bajar, les da
las gracias y les dice que han hecho algo extraordinario, porque el niño es muy
hosco y no se da con nadie. Las monjas explican: ”Habló con nosotras porque
creía que éramos pingüinos”.
Si resulta desatinada la acusación de indignidad en la
chismografía que despliegan Borges y Bioy es precisamente porque también a
ellos debe concebírselos en el libro como personajes. No están traicionando al
comensal que estuvo cinco minutos antes con ellos y ahora que se ha alejado
resulta el pato de la boda. Simplemente, ambos están haciendo literatura. Están
dirigiendo los comentarios de lo que fuera o sobre quien fuera hacia un formato
que los haga memorables (interesantes a su interlocutor, y, por lo menos en el
caso de Bioy, interesantes al lector, ya que está claro que escribía en vistas
a la publicación).
En la mencionada entrada de 1960, cuando hablan del libro de
Boswell, Bioy pone precisamente en boca de Borges esta pregunta clave: “¿Sabría
Johnson que Boswell estaba escribiendo la Vida? ¿En el libro se dice? Krutch,
me parece no aclara el punto. Habría que investigar eso... Yo creo que sí”.
¿Sabría Borges que Bioy estaba escribiendo el Borges? Yo creo que sí; o lo
sabía o lo sospechaba o deducía. Más de una vez habrá despertado su
susceptibilidad el reclamo de precisiones por parte de su amigo, tipo ¿cómo era
aquel verso del Prometeo de Shelley que citaste ayer y no pude encontrar?, o,
¿quién era el que contaste la semana pasada que salvó al guapo de la cárcel y
el tipo apareció con su señora y para agradecerle ordenó: “Patrona, chupásela
al dotor”? Pero incluso si Borges no sabía ni sospechaba que se transcribían
esas conversaciones, el estímulo por seducir a su interlocutor, en el marco de
libertad absoluta que donaba el clima de intimidad y complicidad, lo hacía
desplegar sus mejores recursos literarios, de otra manera no se concibe el
raudal de sentencias inusitadas (preparadas), de sesudas consideraciones
teóricas con ejemplos precisos, de chistes efectivos, de citas, hipérboles,
paradojas.
Ahora, para que este diario, este libro de memorias, permita
al lector hacer foco sobre el apunte histórico y encuentre su tempo novelesco,
es necesario el largo periplo que deriva y fluctúa de la banalidad, el
despropósito y la rutina al estallido y la fulguración. Implica aquel libro de
mil seiscientas y pico de páginas. La edición minor que ha desterrado al
mastodonte (fácil de remediar con dos o más volúmenes), la única a la que se
puede tener acceso hoy, es inadmisible, porque una selección de los mejores
diálogos, de las mejores anécdotas y de los mejores chistes reducen el libro a
nada.
No hay página de estas casi 1.700 en la que yo no haya
encontrado una expresión o frase o párrafo digno de subrayado. Leí Borges de
corrido en el momento de su aparición, y desde entonces he vuelto muchas veces
a consultarlo o a leerlo abriéndolo al azar. Más allá de las lecciones que
imparte en sus consideraciones sobre la narrativa, sobre la traducción, sobre
las pautas poéticas; más allá de las carcajadas y de los no pocos pantallazos
de vivida crónica histórica y social y política, todavía recuerdo de aquella
primera lectura la emoción con que recorrí las últimas páginas, una emoción no
distinta a la que sobrevenía mientras terminaba de leer Ema, El tiempo
recobrado o La conjura de los necios.
“La República posible”
Bajo el título de La República posible. 30 lecturas de 30
libros en democracia (Editorial Cabiria, Buenos Aires, 2014), Diego Bentivegna
y Mateo Niro buscaron compilar un “recorrido crítico posible por un espacio
literario complejo”. Convocaron a treinta escritores y críticos (“lectores
especialistas”) para que eligieran un libro de autor argentino publicado en
estos últimos treinta años y escribiera sobre él un texto crítico de tono
ensayístico. Entre los convocados y sus elecciones (Pablo de Santis, que
elige Los conjurados, de Jorge Luis Borges; Carlos Battilana -Poesía completa,
de Juan Manuel Inchauspe-; Franco Vaccarini -Guiando la hiedra, de Hebe Uhart-;
Daniel Link -El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza-; Cecilia Romana
-Estado de reverencia, de Rodolfo Godino-; Ricardo H. Herrera -Escribanía de
vivos y muertos, de Leonardo Martínez-) figuran el santafesino Enrique Butti y
el Borges, de Adolfo Bioy Casares. En esta página transcribimos los pasajes
esenciales de esa intervención.
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