Diego Bentivegna
Córdoba, Alción, 2013, 68 páginas
El oficio de la memoria
Por Mateo Niro.
Las reliquias es un poemario hecho de memoria. No es justo esto, no. El poemario, más bien, hace la memoria, la construye. Así lo dice como rezo el verso inaugural (“Trabajo la memoria”) y así, verso tras verso, se van tallando los recuerdos. El verbo “trabajar” en sus acepciones transitivas carga con la ambigüedad semántica de, por un lado, quien emprende la tarea artesanal, quien cincela, pero también de quien mortifica.
Nos detendremos en ciertas huellas del libro que permitan justificar estos sentidos expuestos. Por ejemplo, la marca de la dedicatoria a sus abuelos, con sus nombres musicales, Domenico y Vittorio; Rosaria y Santina, que no están, pero que este poemario los trabaja. “Los veo”, dice al final de la dedicatoria, como sentencia, como revelación por solo decirlo. Parecen recuerdos que se materializan por la evocación, por la performatividad de la palabra poética que los levanta y los echa a andar. Como una revancha al no somos nada de velatorio, este libro pareciera sostener que somos el eco de los muertos que ahí están, que, como dice uno de los poemas, rodean la casa. Otra huella es la de ese primer poema antes citado que funciona como un catálogo de principios, aquello que definirá orden y jerarquía a lo largo del texto, que suscribe que el antónimo de la memoria no es el olvido sino el silencio. Como un grupo de niños que gritan en la catacumba para sentir el rebote de la propia voz deformada, y que si no se la exige, sino se la fogonea, se va apagando y queda la nada.
La primera vez que se escucha la palabra “reliquia” en el libro está en los albores de lo que se constituiría como cuerpo del poemario, cuando ya se acabaron los principios y sobreviene la duda, modalidad que se acerca más a lo imposible de la resurrección de nuestros muertos, que sirve para interpelar al contemporáneo que somos y le exige respuesta: “¿Podremos esta vez aferrar aquellas fotos?/ ¿rescatar de la arena resabios de reliquias?/ ¿llevarnos a los labios ya ningún crucifijo?/ ¿clavar en los baúles ajadas estampitas?”, dice el poema. “Reliquia” es una muy bella palabra que pareciera gozar de cierta recursividad, ser ella misma lo que nombra. ¿De qué están llenas en este poemario esas reliquias? No lo sabemos en su totalidad, porque como esos trastos que recién se rescatan de los naufragios, aún no es tiempo de la disección y de separar la paja del trigo. ¿Para qué nos serviría, también, si este libro no nos empuja a hacer un museo de la memoria sino una factoría que amasa pasado? Algunos de los retazos que la componen, eso sí, son las plegarias, el murmullo en lengua italiana, algunos nombres propios, el yugo proletario de los antepasados, los cuerpos lacerados de la guerra y una novedad letrada que se cuela como paratexto, nos guía e interpreta. Valga como botón de muestra unas breves y heterogéneas oraciones de una página cualquiera:
(Vittorio, Munro o Florida, 1956 o 1957; fábrica de Gránix; capilla y convento de San José)
Donde hay un puentecito o una hilera de piedras para facilitar el cruce, es obra de los vecinos.
R. Walsh, Operación masacre.
No es el Isonzo, no, eso que guardi,
Es sólo un arroyo donde vierten
las fábricas su líquido,
desperdicios de agua moribunda
la atraviesa el puente de metal
que por la tarde cruzan las ovejas de la Gránix,
el rebaño sumergido en su silencio luterano:
es agua que se escurre en los canales
en un humano barrio de extranjeros,
con sus rusos, gallegos, italianos,
sus pequeñas venecias o salónicas:
poblaciones traídas en carcasas
por el Paraná o el Plata, con su austera
aspereza, sus hablas de una plácida tierra
románica, de una llanura mística y eslava;
sus carbonerías,
su madera en capillas palotinas
de apóstoles lustrosos con manos carpinteras:
dispersos oratorios de suburbio donde Cristo
se retuerce en la noche como un verme.
A propósito de la cita, otro tópico del poemario es el agua que fluye, que se detiene, que hace barro. Todos estos versos están mojados como los pies del pescador que no sólo al arriar las redes se confunden con el agua, sino también cuando aman, cuando sueñan y se despiertan en colchones de lana. Esos pies están hechos de agua. Así, un rosario de mares y olas, orillas y escolleras, archipiélagos y estuarios, barcos y sirenas riegan la memoria que estos poemas trabajan, la nutren para que crezca sana. Son los fantasmas que arman sobre el agua su precaria patria. Por último, y para terminar esta reseña, de vuelta acá, podemos exigirnos un ejercicio de lectura inverso al que trabaja el poemario: así, deconstruir ese pasado, deshistorizarlo, que el hilo de Ariadna regrese a su ovillo. ¿Qué queda, entonces? Soy lo que resta, dice el poeta. Tal vez, como él mismo se llama en sus Reliquias, quede el hijo de la espuma.
Poemas de Las reliquias
(Doménico, frente de Los Alpes, 1917)
Camino por la nieve como un ciego,
un molusco que se asoma del agua en la luz blanca:
deambulo por los caminos que siguen el Isonzo,
el Piave, el Tagliamento
(¿son ahora éstos mis ríos?),
senderos que bordean
tranquilos la corriente, se internan
entre manchas de casas que podrían
dormitar ahora mismo en un suburbio quieto:
en silencio, en apagadas manzanas donde nacen
patios con albahaca, macetas de cemento
con pasto mitigado, menta
que crece en las hendiduras de los techos,
hierba que se duerme con luz en las terrazas;
parras donde las uvas se enternecen,
se hacen moradas, negras, con el calor de marzo.
(Plegaria)
Poi s`ascose nel fuoco che li affina.
Dante, Purgatorio, 148.
Ah, tómame, Padre,
bébeme hasta el fondo, rápido:
siento que me desangro en los olivos,
que escribo sin saberlo un poema con mi sangre,
con el agua de vida que se abre paso por mis venas.
Ignoro desde dónde brota mi agua.
Rubrico con una sola letra esta, mi muerte,
que no llega, que se esfuma
como, cuando atardece, se vuelven impalpables los zorzales.
Soy un cuerpo exiliado que se purga,
que se afina dentro de una llama.
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