Bajo el título "Un registro del mundo en el detalle", el diario El litoral de la Provincia de Santa Fe publicó en su edición del jueves 23 de mayo una extensa reseña sobre Los que fueron, de Cecilia Romana.
Por Diego Di Vincenzo
Cecilia Romana ha sido y sigue siendo una aventurera entusiasta de las ocasiones literarias. Y digo “aventurera” como quien dice: la producción y la circulación de la poesía es un ejercicio cargado de alegría, unido indefectiblemente a la amistad como asociación de intereses comunes, espacio de arrojo vital y poético. Aventurera, además, porque la ocasión de la literatura es siempre un impulso hacia lo que todavía no ha sido dicho. Fundadora con Marina Serrano y Mercedes Araujo del sello Sigamos enamoradas (tal vez uno de los intentos más genuinos por desarropar a la poesía de sus tufos académicos, solemnes y bastardos), esta poeta bonaerense nacida en Martínez a mediados de la década del setenta, residente y conocedora alucinada de la ciudad de Santa Fe, obtuvo en 2006 el prestigioso Premio de Poesía Iberoamericana Sor Juana Inés de la Cruz (Conaculta, México), y además de publicar poesía (Flota, hangares y otros trabajos mecánicos, Ediciones del Copista, 2004; No lo conozcas, 2006, merecedor del Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines, entre otros títulos), también escribe narrativa para niños (Fue acá y hace mucho. Antología de leyendas y creencias argentinas, en Kapelusz editora), edita antologías (Hotel Quequén I, II y III) y participa en libros de texto como colaboradora de Kapelusz, la centenaria editorial escolar.
En Los que fueron se diría que hay un sino de profeta, una voz que sentencia y desgrana su tradición en el mundo de los antiguos griegos, los hebreos bíblicos, la fauna del horóscopo chino. Se trata de una serie de poemas que beben de las mamas ancestrales de la Naturaleza, del ciclo (ritual) de la sucesión de la vida. En efecto, una poesía profundamente primitiva en sus evocaciones y gestos, asociada al despertar de la vida como estado salvaje, al destello de lo que busca abrirse paso a través de la máscara ominosa de las culturas urbanas: tal vez por eso casi no hay mención de la Ciudad de Buenos Aires; sí, en cambio, de algún barrio de Santa Fe capital, donde Romana residió unos años, y de espacios y tiempos de la Zona Norte del Gran Buenos Aires (Maipú, la avenida principal de Vicente López). También recuerdos de infancia, es decir, de ese relato primario que es prehistoria de identidad y futuro. La única alusión de una calle porteña (la palermitana Honduras, en el poema “Una alfombra para dos escritores”) registra una experiencia amorosa fallida. Una poesía que encuentra lo esencial de la experiencia humana en lo que ésta tiene de primigenia, abarrotada y caótica (mítica). El libro se abre con una cita del gran poeta griego Capetanakis: ... la sempiterna ambigüedad de las cosas/ que hace que nuestra vida signifique muerte, nuestro amor sea odio, y se cierra con el mismo espíritu (los versos finales del último poema del libro “Terrier”, dicen esto: ... sobre esta brutalidad construiré nuestro amor).
Por eso, este poemario evoca a Tiresias, el sabio ciego de la tragedia griega (el género de Dionisio, origen del teatro, dios del ciclo vital que se hace trizas y vuelve a vivir; dios del desenfreno: Un día una noche estaba borracho y me dijo: te quiero mucho, mucho, mucho, se lee en “Una noche-un día”), trae a los indios, y a los soldados, los regimientos, la guerra, es decir, a esos actores de la largas luchas intestinas previas a la instauración del Estado nacional. Por eso, hay San Francisco (el “santito” de la oda eterna a la Creación, a la naturaleza, a los animales), y hay tierra, flores y otros modos de resistir las mediaciones de la civilización técnica. La evocación del mundo dionisíaco, decíamos, pero también de la fuerza vital de Nietzsche o de la amenaza al Ser de Heidegger; un persistente olor de temas y tópicos también preurbanos, los de la poesía española medieval: Querrías ser mi hijo, soldado, piensa en “Gajes del ama de casa”).
Como señala uno de los poemas (hay una cierta fijación por el detalle), la forma de la enunciación en que este sujeto poético quiere construirse encuentra un registro del mundo en el detalle, en los intersticios o huecos; mira con lúcida sorna lo que queda fuera del poema (en particular, a los varones, a quienes reverencia con afán maternalmente erótico), y ese mundo se levanta en el poema evocado por una voz aniñada que, la mayoría de las veces, no comprende bien lo que allí sucede. Entre esas formas, se cuela también una rebeldía nunca colérica, más bien risueña, al estilo de la Alicia de Carroll, o maravillada, como la que nos entregó para siempre el pequeño Rimbaud. Rebelión que es pregunta, tristeza, despabilo.
Como las mujeres que habrán sido sus abuelas o tías, que mirarían por la ventana mientras zurcían calcetines, el mundo del que esta Romana se preserva tiene espacios privilegiados: la casa y el barrio, los baldíos, las flores y los animales, un marido y una hija, un amor para siempre.
Querría, querido lector, invitarlo con especial recomendación a leer este libro. Ya se sabe: se edita poesía a través de premios y premiaciones, proyectos independientes. Pero las tiradas son chicas, y la distribución, escasa. No hay duda de que la mejor manera de acceder hoy a la poesía es a través de Internet. ¡Quiera el editor de Cabiria desparramar estos versos por el mundo a través de la web! Tendrá usted, entonces, la ocasión de asomarse a una poesía que guerrea contra la automatización de la vida. Y que busca refugio en los espacios más inmediatos (a diferencia de los grandes proyectos estéticos del siglo XIX, en los cuales todo estaba lejos de casa), en los que Romana asienta todo su proyecto poético.
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