martes, 8 de diciembre de 2015

Reseña de La pura luz



Perfil
Por Laura Isola


Un niño de ocho años es sometido a un electroencefalograma “un día alucinado” “en algún hospital de provincia”. Para contar la escena, se suceden los versos que forman “Poema acéfalo”, la primera de las partes en las que Diego Bentivegna divide La pura luz, su último libro. El procedimiento médico se sobreimprime a una experiencia poética y a un recorrido intelectual. No es la voz del niño la que recorre los versos libres de métrica pero atados a una tradición que va desde lo alto, “como en los versos de Dalton”, de la cultura letrada, a lo menor, la provincia. Es una deriva por el cuerpo de pequeño, por las palabras que refulgen iluminadas, hasta la ceguera, por esa luz. Que es la de Pasolini que se enciende en el epígrafe: “Ed era pura luce”, hasta la de Ciocchini: “¿podría ser acaso exterminada?” Pero, en todo caso, con el autor de Poesía en forma de rosa comparte su poesía en forma de prosa de este libro. También, va del Pasolini consagrado al del verso en fruilano, la lengua de la madre, como refugio de la palabra y la provincia como ese interior íntimo. 

“La loca croata”, el segundo extenso poema, lleva cita de Bispo do Rosário. Nadie mejor para atar arte y locura. Bispo do Rosário murió  de loco y de viejo para la psiquiatría;  de enviado de Dios y profeta para él mismo. Lo que no pereció, o en todo caso renació casi como una ironía, es su arte. Es que Bispo es el modelo del artista loco, encerrado en su cuarto del hospicio bordando paneles, construyendo barcos y cosiendo el ropaje que usaría el día que el Señor lo indique y sea el fin de este tiempo. Su “atelier”, un lugar de cruce entre la racionalidad de la ciencia, el delirio del “anormal” y los devenires artísticos, es el espacio perfecto para ligarlo a la tradición de los artistas-locos. En los versos de Bentivegna, la loca croata es eslava, es esclava que reza a sus muertos. Mejor dicho, “a sus muertitos”. El diminutivo es afectivo y de nuevo, menor. Se viste de negro y deambula por un conurbano alucinado,  Munro, Adelina, Florida, mientras recuerda Zagreb, los trenes, Budapest. O ¿era Udine, Triste, Milán? Aquí las palabras se oscurecen. La pura luz emerge del sentido: no es la luz diáfana que hace que el niño se vuelva transparente en el primer poema. Es el sonido de una lengua rara, la masa informe de los muertos, “secos como una hoja, en una tela de Kiefer”. Justamente, el pintor de versos. Los de Celan, por ejemplo, en el cuadro que el artista alemán le dedica al pelo dorado de Margarete (Dein goldenes Haar Margarete). Que Paul Celan le contrapuso el ceniciento de Sulamith y, de esta manera, enlazando los cabellos y las palabras, escribió uno de los poemas más conmovedores y perfectos sobre el drama y la muerte: “Todesfuge” (Fuga de muerte) Kiefer parece necesitar a Celan para poder hablar de ese pasado de ignominia. Lo busca en su lengua alemana aprendida, en sus palabras metálicas y magnéticas, en el vacío de sus versos cortos, en la intervención frente al silencio. Bentivegna, por su parte, contrapone dos territorios y dos lenguas. En este caso, a oscuras y como un murmullo.

La pura luz

Diego Bentivegna

Editorial Cabiria

2015

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