Memorias de la tierra manuscrita
Diego Bentivegna: Las reliquias 
Alción Editora
 
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Que
 nuestra vida comienza antes de nuestro nacimiento es algo que 
percibimos en la infancia misma, cuando la avidez de leyenda echa a 
volar nuestra imaginación por los caminos de las historias laboriosas de
 nuestros abuelos, últimos náufragos de la ola migratoria europea. Que 
nuestra vida no concluirá con la muerte, lo constatamos a medida que 
transmitimos las formas de amor que nos han sido legadas, ya sea al 
educar a un hijo o al escribir un libro. La vida de todo ser humano se 
extiende más allá de los límites que señalan su nacimiento y su muerte; 
ascendientes y descendientes aumentan nuestros años y nuestra 
experiencia, añaden aventuras del pasado y sueños del futuro a nuestros 
días. De idéntico modo opera la poesía que veneramos, la poesía que 
memorizamos: trae voces de otros tiempos y de otras lenguas a la 
nuestra, ahonda nuestro horizonte intelectual, dilata nuestra percepción
 del mundo. Si bien este tipo de conjeturas autobiográficas y 
nemotécnicas no son muy frecuentes en la literatura de nuestros días, la
 poesía del tiempo sentido (esa que trabaja con la memoria) siempre le 
ha reservado una zona a la ensoñación de los orígenes, tanto ancestrales
 como literarios. La palabra “nostalgia” encierra en su etimología el 
secreto de ese proceder: regreso y dolor son las dos voces griegas que 
la configuran, nóstos y algia. Tal la sístole y la diástole que impulsa la escritura de Las reliquias.
Sorprende
 la calidad de este primer libro tardío de Diego Bentivegna, sorprende 
tanto por la entrañable potencia del sentimiento que impulsa su 
imaginación como por la enjundia de la escritura que lo realiza. Atrapa 
la índole de su inspiración, la singularidad de su “dictado de amor”, 
que nada tiene que ver con el arrebato, con los automatismos psíquicos o
 dialécticos. Las reliquias, en efecto, es un libro construido,
 pensado y elaborado a la manera clásica: tallado lenta y amorosamente 
en la madera del árbol de la memoria, árbol genealógico podríamos decir,
 tanto en lo que hace a vínculos de sangre como a afinidades literarias.
 “Es como entredormirse en la madera”, afirma el autor, “es el viento que gime / como legión de muertos que rodean la casa”.
 Esos muertos son sus abuelos italianos y las voces de algunos poetas de
 la misma lengua, especialmente dos de ellos, quienes redescubrieron con
 mirada pura y dolorosa la Italia humilde: Ungaretti y Pasolini. Al 
igual que Ungaretti, Bentivegna podría decir: ben nato mi sento / di gente di terra. También podría hacer suyo un verso de Pasolini: Io sono una forza del Passato.
 Sin líneas superfluas, con una coherente organización del material 
imaginativo, el volumen se impone como un todo concebido con 
inteligencia y realizado con arte. Seis capítulos configuran la obra: I.
 Las travesías, II. Rebaño místico, III. Un mundo que flota, IV. Las trincheras, V. El texto sembrado y VI. El niño expósito.
 Detengámonos en algunas de las escalas que pautan la odisea de sus 
mayores, los cuatro abuelos que emigraron de Italia hacia la Argentina 
en el siglo pasado.
El
 primer capítulo evoca la travesía Nápoles-Buenos Aires. La obertura 
despliega la visión de la amplitud marina con el aliento propio de la 
oda. De hecho, pensé en Lugones, el Lugones de la oda “A los ganados y 
las mieses”, al leer los primeros versos: “El barco ahueca con su peso 
el agua / bajo las sombras ferrosas de la noche; / deja su surco sobre 
la masa blanda”. La inspiración se sostiene a lo largo del centenar 
largo de versos que continúan a los tres citados. Endecasílabos, 
alejandrinos y heptasílabos, alternándose con otros de sílabas pares, 
pautan el ritmo remansado de la expresión. Las imágenes se presentan 
como fragmentos de un gran mosaico de colores esmaltados, en el que se 
mezclan (sin llegar a unirse) los solares destellos del pasado italiano y
 las áridas sombras del presente argentino, imágenes “que arman sobre el
 agua su precaria patria”.
El segundo capítulo (Rebaño místico)
 hinca la palabra poética en el desamparo interior de los abuelos 
exiliados. Los fantasmas de Domenico, Vittorio, Rosaria y Santina 
deambulan en una zona híbrida y gélida, hecha de turbios retazos de 
suburbio porteño y de luminosas reminiscencias de la tierra natal. Se 
destaca en este capítulo una dramática y conmovedora plegaria que libera
 el dolor de los emigrantes: “Ah, tómame del todo, Padre, / bébeme 
hasta el fondo, rápido: / siento que me desgarro en los olivos, / que 
escribo sin saberlo un poema con mi sangre…” El tercer capítulo (Un mundo que flota)
 está dedicado a Venecia, “la ciudad batracio”, según reza una bella 
imagen. Allí Bentivegna muestra su propio perfil atónito de 
sobreviviente: el de un nieto en el que se prolonga el dolor del exilio,
 “un extraño; / también él, un anfibio en esa tierra”.
En los capítulos IV y V (Las trincheras y El texto sembrado),
 la pobreza, el “ascetismo hambriento”, los dialectos, el “sacro 
comunismo campesino”, el “culto de las madres”, la “cosecha colectiva” y
 otras mágicas semillas arcaicas germinan en la memoria nostálgica de 
Bentivegna, arraigan en su texto, dándole vida a piezas líricas de gran 
poder evocativo. Valga de ejemplo un fragmento, un pequeño cuadro que 
incorpora otro en su interior, en el que un chico “en su pureza 
meridional señala / desde el ícono una tierra / completamente bella: // 
la tierra manuscrita // regada por la luz / que cae desde lo alto / como
 el oro…” L’Italia, la tierra manuscrita ? espléndida metáfora 
del terruño trabajado a mano, surco por surco ? es la tierra legible, 
vale decir: la tierra con significado; opuesta, claro está, a la 
nuestra, indescifrable por el momento.
En el capítulo final (El niño expósito)
 las evocaciones del pasado se concentran en un nudo de dolor en el que 
orfandad y poesía se funden. Dice por boca de su nieto el abuelo 
Vittorio: “En medio de la noche me abandonan / y soy apenas nada, / ni 
siquiera soy voz, soy solamente / un gemido…” Inmediatamente después de 
esta página, en un poema dedicado al “exterminador Vesubio” (“profeta 
formidable”), la imagen del abandono se hace extensiva a todo el mundo 
visible. La posibilidad de un mundo borrado por el fuego, la tierra 
baldía de la que habló Leopardi antes que nadie, se muestra en “visiones
 de Marte o de Saturno, / que bajan con las bombas a la tierra”. 
Completa la katábasis el relato del destino de su abuelo 
Vittorio durante la Primera Guerra Mundial: la clasificación de los 
cadáveres que llegan del frente. “Los organizo en filas; son como 
maniquíes / que por un encanto, por un soplo, podrían tener vida; / 
reviso la boca de muchachos ignotos / en los que tal vez persiste algún 
resto de tierra, / sus naranjos, su miel, su leche generosa”. Como puede
 observarse, no obstante la experiencia atroz, la esperanza no muere. 
Las últimas notas del libro son claras; prevalece el amor por la luz del
 “país de los limones”, “la tierna, dulce tierra de Italia, / con sus 
poetas tassos melancólicos”.
Del
 conjunto de citas que, a manera de señales de amistad, Diego Bentivegna
 distribuye por sus textos, quiero copiar una de A. de Lamartine que de 
algún modo condensa la sensación que dejan en la memoria del lector 
muchas de las poesías de Las reliquias: “Cuando el horizonte de
 la mañana estaba límpido, veías brillar la blanca casa del Tasso, 
suspendida como un nido de cisne de un acantilado de roca amarilla, 
cortado a pico por las aguas”. 
Ricardo H. Herrera
 
 
Enlace a la publicación: http://hablardepoesia.com.ar/numero-28/memorias-de-la-tierra-manuscrita/

 

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